¿Aquí también llega La Hora?
Por Juan Carlos Saravia
Cuando llegué a La Fortuna, en San Carlos, jamás pensé que viviría allí un evento más impresionante que las majestuosas erupciones del Volcán Arenal, pues, quienes hayan podido presenciar al coloso en acción durante una noche despejada podrán atestiguar que la cima de la montaña teñida de rojo es un inolvidable aviso del poder destructivo de la naturaleza.
Sin embargo, lo que voy a compartir con ustedes supera por mucho las erupciones del Arenal. ¿Puede compararse acaso la lava, vista desde la segura distancia, al terror que sobrecogió a los indefensos trabajadores de El Tanque ese día nefasto, cuando el cielo y el sol se tiñeron de rojo y empezó la lluvia? Hasta donde yo sé, se trata de la única ocasión en que La Hora ocurrió en Alajuela.
Mi estadía en La Fortuna se debía a una invitación de mi difunto tío Anselmo Flores, quien me solicitó que visitara su cultivo de yuca, un proyecto familiar de permacultura llamado PermaYuca. Mi pobre tío, con orgullo, me había dicho que esta visita cambiaría mi vida y, aunque accedí a viajar hasta San Carlos, en realidad lo hice más por contemplar el volcán que por caminar entre lomillos sembrados con estacas de yuca a 0.5 metros entre sí e intercalados con frijol para controlar las malezas… ¡Cuánta razón tenía Tío Anselmo!
Recuerdo que cuando mi auto salió de La Fortuna por la ruta 142 y se enrumbó al este, dejando al volcán a mis espaldas, no pude evitar un suspiro de resignación. El automóvil recorrió los 9 kilómetros en poco menos de diez minutos y por fin entramos a El Tanque y me detuve a comer frugalmente, tal vez por la frustración creciente en mi pecho, en el Restaurante Victoriosos, establecimiento que se convertiría en el punto de interacción social con los trabajadores del proyecto durante los doce días que antecedieron a la pesadilla más espantosa que jamás he vivido.
Tío Anselmo había reservado unas tres mesas y algunos de los trabajadores ya habían recibido su almuerzo. Yo entré y mi tío, hinchando su pecho como un gallo, anunció:
– ¡Miren, ya llegó Ernesto! ¡Bienvenido!
Varios hombres y mujeres levantaron la vista y sonrieron, pero, por alguna razón, mi vista se fijó en un trabajador escuálido y medianamente desaliñado, quien, al verme entrar, apretó los dedos de su mano derecha y los llevó al centro de su frente, para luego soltarlos sobre su cabeza, como una flor abriéndose, en un ademán de saludo muy extraño.
Más tarde me enteré que el peculiar personaje, a quien todos conocían por el paradójico mote de “Tortuga Veloz”, era muy estimado por los demás por su buena disposición al trabajo; a pesar de moverse con una parsimonia exasperante, a la hora de laborar, el hombre flaco se transformaba por completo: sus movimientos eran tan precisos como los de una máquina y hacía gala de una fortaleza física que nadie podría adivinar al mirar su delgadez. No obstante, lo más notorio de Tortuga Veloz era el impresionante repertorio de historias inusuales que narraba con la perfección de un cuenta-cuentos profesional, otra de sus habilidades insospechadas, pues el trabajador casi no hablaba y solo contaba sus historias cuando se lo pedían.
Fue él quien, preocupado, me señaló el cielo en la treceava mañana de mi estadía en San Carlos y me hizo una pregunta que, en ese momento, no pude comprender del todo. Habíamos apenas iniciado el día y Tortuga Veloz ya había prácticamente colocado todas las estacas de yuca en los lomillos de dos surcos o eras, como las llamaba él.
– ¡Buenos días, señor Ernesto! – me saludó y luego, apuntando a las nubes con una estaca de yuca, preguntó pausadamente: – ¿Aquí… en El Tanque… también llueve? ¿Llega La Hora?
Al escucharlo, los trabajadores más cercanos estallaron en risas y chotas. Por mi parte, le respondí que no pensaba que fuera a llover y le di la hora, interpretando que era eso lo que deseaba saber. El hombre delgado apretó los labios y prosiguió su labor con una velocidad vertiginosa. Por un momento dudé si se trataba de un cyborg.
A medio día, en el restaurante, me senté a la mesa con Tortuga Veloz, quien comía solo y en silencio.
– ¿De qué parte es usted, Tortuga? – dije al sentarme, queriendo iniciar una conversación. Pude notar cómo los ojos de todos nos miraban divertidos.
– ¿Yo? Vengo … de un pueblo llamado Lal Borada, de San Juan que Mata. Es en Talabares.
Tengo que confesar que, entonces, creí haber oído mal y pensé que se refería a San Juan de Mata en Turrubares, pero Tortuga Veloz me lanzó su pregunta de nuevo antes de que yo pudiera abrir mi boca otra vez.
– ¿Aquí llega La Hora?
El salón vibró por las risas de las otras mesas. Perplejo, zambullí mi mano en el bolsillo del pantalón para buscar mi teléfono celular y así consultar el reloj.
– ¡No, no! Venga conmigo, por favor. – me espetó al levantarse y salir del restaurante.
Lo seguí sin entender. Afuera, miró hacia el cielo y me señaló el sol que, por extraño que parezca, lucía un tono ámbar que, a decir verdad, yo jamás había visto antes en el astro rey.
Tortuga Veloz procedió a explicarse con un vocabulario poco común para un peón agrícola:
– En Lal Borada se da un fenómeno meteorológico regional focalizado, una especie de micro-clima particular causado por las alteraciones vibracionales en la masa dimensional paralela. Se trata de la lluvia solar, pero se le conoce popularmente como La Hora. A pesar de que puede generar muchos problemas, no es más que un fenómeno natural. Supongo que, a nivel cósmico, no representa amenaza más allá de lo que la lluvia común puede significar para las hormigas.
Yo me encontraba boquiabierto. Haciendo caso omiso a mi estado, el hombre flaco señaló dos puntos en el cielo donde se apreciaba una coloración rojiza, como parchones del cielo del ocaso.
– ¿Ve lo rojo en el cielo ahí y ahí? Esos son los tres presagios de La Hora: dos puertas rojas, una al cenit y otra al nadir, junto con el corazón del Primer Niptoptrión, que es el sol ambarino. La leyenda dice que el cielo y el sol se vuelven rojos por la sangre de los Anuramas y los Niptoptriones caídos en la Batalla de Maldón, pero, científicamente, no es otra cosa que lluvia solar. Cuando comienza a caer, hay que apresurarse y deshacerse de cualquier objeto redondo que uno porte. Hay que cerrar todas las puertas y ventanas porque de los charcos surgirán los Helicontes.
Consideré seriamente que el calor había afectado al pobre hombre, que desvariaba, sin duda.
– ¿Los Helicontes? Salen de.. – yo estaba muy confundido.
– Oh, sí. Altos y fuertes, los Helicontes surgen de los charcos. Estarán en todas partes y no se detendrán ante nada. Son implacables seres sin consciencia, cuyo propósito natural es recuperar todo lo que sea redondo y llevarlo de vuelta al sol. De algún modo, es como el ciclo del agua: lo redondo sale del corazón del Primer Niptoptrión y debe regresar a él, por lo que los Helicontes tomarán cualquier objeto circular, lo arrancarán si es preciso, y se elevarán hacia el sol. Como agua evaporándose después de llover. ¿Comprende?
Yo asentí mecánicamente, estupefacto, y sin haber registrado el significado de sus palabras. Sin embargo, cuando miré al sol, me convencí de que la locura del trabajador debía, después de todo, tener algún sustento. La estrella que hasta hace poco lucía como una joya de ámbar se estaba tornando rojo carmesí con rapidez y el cielo, también rojizo, era un atardecer a medio día.
– Señor Ernesto, me doy cuenta por su cara que La Hora no es familiar para usted. Veo que no porta nada redondo y eso es perfecto, créame. Ya no queda mucho tiempo; cuando caiga la lluvia solar, se verá como mercurio deslizándose por todas partes. De donde quiera que haya un charco, saldrán Helicontes. Tape sus oídos con las manos, domine su curiosidad y apriete los ojos, en especial si se encuentra a la intemperie. Tírese en el suelo en posición fetal y, sin importar lo que escuche, no abra los ojos ni se levante. En Lal Borada hemos aprendido a vivir con La Hora; para nosotros es como buscar un refugio cuando viene una tormenta. Me voy ya. Ah, y recuerde que no llueve para siempre.
Tortuga Veloz huyó despavorido por la calle. Juro que ese hombre podría haber dejado a los corredores olímpicos en ridículo; lo perdí de vista en apenas un par de segundos.
No sabía qué pensar. Quise regresar al restaurante pero me quedé inmóvil unos segundos. ¿Qué iba a decir a los demás?
Entonces empezó a llover. Pesados goterones plateados se precipitaban al suelo y gotículas luminosas brincaban como cabritas diminutas. Una gota grande me golpeó en el hombro y, en efecto, un líquido compacto, como mercurio brillante, se deslizó por mi camisa y cayó con un golpe sordo.
Más gotas repiqueteaban a mi alrededor y un sonido pulsante llegaba a mí desde todas partes. Comenzaron a formarse charcos y el miedo más absoluto me sobrecogió cuando, por imposible que parezca, alcancé a ver una mano sólida saliendo del líquido. Cinco dedos poderosos se extendían en lo que parecía ser el puño de un gigante confinado debajo de la acera.
De otro charco saltó una figura colosal que, por fortuna, me daba la espalda. Su piel parecía metal y no supe si era rojo o en esa superficie lisa se reflejaba el antinatural color que ahora teñía al cielo. Yo di un traspié hacia atrás y caí. En el suelo, me encogí como un bebé. Instintivamente, apreté los párpados y me cubrí las orejas con las manos y mi corazón por poco se detiene cuando sentí la enorme masa delante de mí, examinándome.
Lo que sucedió después puede compararse con el infierno de Dante. Apenas puedo describirlo porque en ningún momento abrí los ojos ni me descubrí los oídos, así que los golpes, las súplicas y los gritos desgarradores que escuché a medias fueron suficientes para darme una idea del caos que sobrevino a El Tanque. Era como si un huracán estuviera golpeando el pueblo con toda su furia; podía adivinar cómo piezas de automóviles eran arrancadas con violencia; pasos de carreras desesperadas pasaban por delante de mí y se detenían de repente. Alcancé a oír a un hombre gritando repetidamente “¡Mi brazo, mi brazo!” antes de que algo se estrellara contra una ventana e hiciera el vidrio añicos. De cuando en cuando, cabezas seguidas por anchos hombros salían del suelo junto a mí y me rozaban los pies. Ante el aterrador contacto, me encogía lo más que podía y, temblando, sentía los enormes cuerpos que se ponían de pie, imponentes. Después de breves instantes, me ignoraban, y el círculo de terror y destrucción proseguía.
No preciso cuánto tiempo permanecí agazapado como un conejo. Lo cierto es que, en algún momento, las pulsaciones acabaron y los gemidos y gritos disminuyeron en frecuencia e intensidad. El tibio calor del sol en mis mejillas y el silencio me indicaron que la pesadilla había acabado mas, todavía con miedo, abrí un ojo. Luego, despacio, abrí el otro y, cuando me aseguré que ya no había charcos en el suelo, me incorporé, mareado.
El área circundante al Los alrededores del restaurante Victoriosos se había convertido en un área de desastre: por toda la calle se apreciaba la destrucción de una horda salvaje y pude ver a la distancia varios cuerpos tendidos en el pavimento sobre alfombras hechas con su propia sangre. Grité y entré mi tío y los trabajadores yacían muertos en el suelo, desmembrados. A algunos les faltaban las piernas, a otros uno o los dos brazos y, para mayores horrores, ninguno tenía ojos. ¡Se los habían arrancado de la cara sin piedad, dejando sanguinolentos boquetes!
Vomité copiosamente entre sacudidas incontrolables. ¿Fueron tres o cuatro veces?
Cuando me repuse, me incorporé sosteniéndome de una mesa y fue cuando lo noté. En el local, que lucía como si una bomba hubiera explotado allí, no había platos ni en las mesas ni en el suelo; afuera, los dos autos y el camión de carga en que vinimos carecían de llantas. Examiné con la vista el entorno y no pude localizar absolutamente nada con forma circular.
Del grupo de PermaYuca yo era, al parecer, la única persona con vida.
Recuerdo que los medios de comunicación me entrevistaron al ser el único sobreviviente. Cuando les narré mi experiencia, desestimaron mi testimonio y juzgaron que me encontraba dentro de un severo cuadro de estrés pos-traumático. Reportaron el suceso de varias maneras, tratando de dar sentido a un evento que carecía de toda explicación convencional. Dijeron primero que terroristas habían atacado El Tanque, luego cambiaron la versión a una banda criminal sanguinaria que saqueó a los trabajadores y, por fin, se decantaron por una serie de explosiones causadas por un inexplicable desperfecto en los transformadores del lugar. A mí me dejaron en paz al cabo de unas semanas.
La explicación de las explosiones fue la más verosímil ya que, como me enteré después, el desastre se confinó dentro de la limitada área cercana al restaurante. Nadie más vio el cielo o el sol rojos en San Carlos ese día. ¿Un micro-clima, había dicho Tortuga Veloz?
Como todo en Costa Rica, el público olvidó el asunto al cabo de un mes. Yo jamás pude hacerlo y, a pesar que, hasta donde sé, el fenómeno de La Hora no se ha repetido, tampoco volvía a acercarme a San Carlos… aunque confieso que, de vez en cuando, trato de entender por qué cayó esta tal lluvia solar en El Tanque en esa ocasión. Comprendo que lo que diré sonará descabellado, pero… ¿acaso se puede concebir una explicación lógica para semejante horror? Nunca he ubicado a Talabares en ningún mapa, pero estoy convencido de que ese lugar pertenece a alguna dimensión paralela donde las leyes físicas son muy diferentes a las nuestras. De alguna forma, los habitantes de Talabares logran cruzar hasta nuestra dimensión. Son viajeros y, como se asevera popularmente, al viajar, uno se lleva partes de la tierra que visita consigo. De igual modo, quien viaja trae parte de su propia tierra al lugar que visita. Creo con firmeza que, al cruzar desde Talabares hasta El Tanque, Tortuga Veloz… ¡trajo el clima de su natal Lal Borada a San Carlos por un día!
Este cuento es parte de la segunda edición del libro La hora decimotercera, de Juan C & José R. Saravia.
Ilustración: Alex Firefly
Publicado con permiso del autor bajo la licencia de Creative Commons:
Publicado el 2 de enero de 2022. Disponible hasta el 2 de mayo de 2022.