Publicado el 2 de enero de 2022. Disponible hasta el 2 de mayo de 2022.
Hacia el poniente
Por Jennifer Céspedes
EL pueblo se ha reunido. Las caras de los asistentes están tristes y apesadumbradas. Son las cinco de la tarde y el tiempo parece que se ha detenido en un color grisáceo que se desdibuja fulminante en los susurros de quienes observan el féretro. Están a la espera.
El dolor aqueja a la comunidad cual si fuera esperpento del más terrible sufrimiento. En su malogrado escondite se sabe que, hoy, este monstruo tiene oídos y ojos…y observa detenidamente las grietas que causa en cada uno de aquellos que tienen recuerdos vívidos de ella. Esas memorias que se quedan haciendo sangrar las heridas de las conversaciones hipotéticas, de los que- hubiera-pasado-si, y de aquellas palabras que ahora no son más que un simple esbozo de energía en el universo infinito.
Ya casi olvidadas, estas memorias son retazos de lo que fue y son profundas llagas de lo que no será nunca más. Tal vez por eso, para muchas almas, los recuerdos y las memorias son extremismos de todo lo que se puede sentir por alguien que corpóreamente ya no está; tal vez por eso sus arrebatos de odio y de amor, de aceptación y de negación, no son más que formas de, por un momento, poder olvidar el sangrado constante de la pérdida.
Las llamas de quienes sí tienen el hálito de vida hoy están atenuadas por los pensamientos. Los vivos están llorando y gimiendo y se respira en el aire la impotencia de no poder darle solución a aquello que es lo único que no tiene solución alguna. ¿Quién no quisiera poseer la inmortalidad para poder obsequiarla en un momento como éste? ¿Quién no quisiera poder sosegar el alma caótica y poder acercarse al cajón frente al altar y descubrir que ella solo está dormitando? Muchos allí querrían tener estas facultades inmortales, pero ella… Romila Cardo Ámilor no lo hubiera querido nunca.
Ella sí disfrutaba de su mortalidad. La abrazaba por las noches sintiendo el calor que solo puede sentir alguien que, con brazos abiertos, acepte sus sombras en un acercamiento que desasosiega la tranquilidad nocturna con canciones fuertes y sombrías, versos de nostalgia, tristeza y, algunos dirían, agonía. «¡Romila! ¡Romila!» Escuchaba ella su nombre tan pronto el sol se iba y, junto a la voz nocturna danzante, su mente vibraba al son de los grillos al otro lado de su ventana.
Todos aquí quieren verla de nuevo recuperar su color y su sonrisa. Todos aquí creían que Romila viviría hasta que sus arrugas contornearan las facciones de su cara y su delantal favorito estuviera roído por el uso. Y, sin embargo, nada de eso se cumplió y, al aceptar este hecho terrorífico, las almas de quienes le amaron se transformaban poco a poco en harapos reminiscentes de las experiencias vividas.
La ceremonia ha comenzado. Las miradas ahora se enfocan en quien preside el ritual. El dolor aumenta y se agrupa como si fuera agujas que atacan cada poro en la piel. ¡Es inconmensurable y al mismo tiempo palpable! Lo único que alivia es saber que ella ya no está sufriendo, pero, al mismo tiempo, darse cuenta de esto significa aceptar que no volverá a casa nunca más y que el cuerpo yaciente es parte ya de las memorias inmóviles a las que, con uñas y dientes, se aferran los que quedan acá y no pueden ir con ella.
La cara exhausta y entristecida por el tiempo es espejo fulminante de lo que siente el pueblo. Estas facciones sufridas son de quien preside la celebración y sus ojos también vidriosos lamentan la pérdida como si fuera una suya propia. Después de cobijar el templo con incienso que eleva las plegarias, el celebrante despide al cuerpo yaciente de aquella que ya partió. El pueblo llora otra vez y su desconsuelo aumenta conforme las plegarias se van acercando al cielo.
Ha pasado la última persona al ambón. Ya no hay nada más que decir de Romila; los hilos de memorias empiezan a transformarse en pequeñas gotas de vivencias tatuadas en la mente de unos cuantos. Éstas serán resguardadas hasta que llegue el turno de sus dueños de irse también o hasta que el tiempo subsane el dolor de algunos y ya no sea necesario revivir la desolación para poder avanzar.
Es tiempo. El féretro de Romila está siendo sostenido por seis figuras humanas que no tienen cara. Sus facciones también se han ya desfigurado por la angustia y avanzan tan imperceptiblemente casi como siguiendo la marcha fúnebre de cuatro tiempos que suena en el recodo del atrio del templo…solo que esta vez cada tiempo se desgrana en otros mil y se siente un peso enorme. La música va ralentizándose y se asemeja cada vez más al sentimiento de la gente. Uno, dos, tres, cuatro, uno, dos, tres, cuatro, uno, dos, tres,
cuatro… Así es guiado en su camino el féretro y así sucumbe el pueblo.
Al seguir el camino de la nave principal del templo, los asistentes piensan en ellos mismos y en ella. Ella –la nostálgica Romila– fue un ser inalcanzable. No se sabe realmente quién le conoció en su entereza. Durante los últimos 20 años de su vida, estuvo recluida en su habitación viendo al mundo pasar y silbando por las noches sus melodías favoritas mientras la luna aparecía y desaparecía. Sonreía con sus ojos perfilados casi secos y con sus rasgos profundos y marcados aparentando una edad mayor. Era extraño, pero siempre quedaba la sensación de que su sonrisa no tenía raíz profunda, casi como si estuviera aferrada a una pared impenetrable que no le permitió crecer nunca.
Mientras el pueblo camina arrastrando sus pies, el féretro sigue avanzando hacia el poniente. Las lágrimas corren por las mejillas de las caras cansadas como si no hubiese un mañana y los hombros y las manos se transforman en pilares que sostienen las pocas fuerzas de la comunidad. Al bajar las gradas frente a la entrada del templo, la música sigue haciendo eco del frío, del miedo, de lo incierto. Se convierte en un repique de campanas dobles que anuncian la gran pérdida y recorre las calles y avenidas del pueblo; ya no hay nadie que no sepa de Romila y su final. Cada paso es un adiós más cercano y cada lágrima es un abismo en el alma que se va abriendo más.
Ahora, en el auto funerario, el ataúd ha de ser llevado a su destino último. La comunidad avanza detrás de él como si fueran peregrinos de su propia existencia, como si el cuerpo de Romila les guiara hacia un fin que es inevitable. Van detrás de ella, callados, pensativos… convencidos de que no van por ellos sino por ella. Los pasos todavía siguen el ritmo de la música fúnebre, pero ya nadie está tocándola. Lo que escuchan es su propio ritmo y su tristeza.
Han llegado. Después de esta larga peregrinación colectiva y extenuante, deben aceptar que es momento de despedirse de quien fue Romila. Hay varios grupos de personas recogidos en las esquinas del cementerio observando con detenimiento lo que sucede. Frente al nicho ya se encuentran el féretro tallado de rosas y el panteonero de cara sombría. El hombre sujeta en sus manos las herramientas que ayudarán a sellar la caja de cemento donde descansará el ataúd con el cuerpo de ella. ¡Quién sabe cuántas veces al día vivirá este hombre el dolor ajeno! Y en este momento, debe hacerlo de nuevo.
Ya no se puede negar. Romila ya no lo es y su forma corpórea es solamente una fotografía mental de quienes le han conocido. Deberá, a partir de hoy, descansar en este lugar tan sagrado como sin vida. « ¡Romila, Romila! ¿A quién has de cantarle ahora? ¿A qué sombra has de abrazar en las noches para arrullarle con dulzura?»
Un ruido ensordecedor desata los lamentos de la comunidad de nuevo. Es el sonido del féretro siendo empujado hasta el fondo del nicho mientras se desgastan y maltratan sus orillas de madera; es el golpeteo del mazo que asegura la tapa de cemento sellará el túnel; es la indiscutible verdad que ya no se puede negar.
Es de noche. Ya Romila se fue. Ya no está.
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