Gatohólicos Anónimos es un libro que ha sido escrito por personas que aman y tienen gatos. Las experiencias vividas con sus amadas mascotas han inspirado la creatividad de los autores; unas son historias semi-verídicas, otras completamente inventadas por las musas con bigotes y garritas.
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A continuación unos pequeños fragmentos de algunos de los cuentos que contiene:
En ese momento lo vio. No había duda: ése debía de ser uno de los enemigos de los cuales tanto hablaban sus padres, a los que sus hermanos (sobre todo Ben) daban muerte cada día sin que eso impidiera a los testarudos enemigos intentar entrar en la casa a diario.
¡Qué feo era! Tenía una especie de armadura que cubría todo su cuerpo y una mancha roja, en extremo brillante, en el abdomen.
—Esa mancha roja en su panza, ¡seguro la utiliza para detectarnos o para descubrir nuestros puntos débiles! –pensó Tierna, agachándose todo lo que pudo detrás de un mueble para esconderse de su mirada. (“¡Soy una cazadora!”, de Patricia Araya)
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Una gata negra, tan oscura como la noche, con la sonrisa más grande del mundo y los dientes blancos como la nieve, se asomaba siempre por la ventana para ver la luna al morir la tarde. Sin embargo, en esta ocasión, ¡qué gran sorpresa se llevó! La luna había abandonado su lugar en el cielo y se encontraba junto a la ventana, tirada en el césped, temblando de frío.
Con cara de susto, la gata negra llamó a los demás gatos que vivían en la casa: —¡Por Dios, vengan a ver! ¡Se cayó la luna! (“Se cayó la luna”, de Betty Sáenz)
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Pero cuando me acerqué, vi que no. Era más bien una caja de pañales para bebés.
—¡Qué torta! –me dijo el compa, después de saludarme. —¿No ve? –y me enseñó lo que había dentro.
Eran dos cosas que parecían ratas, pero viéndolas mejor, distinguí que eran unos gatillos bien chiquitillos. (“Mamá gata”, de José Roberto Saravia)
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Un día, mi mamá dejó tendido un edredón blanco. Yo sabía que Manchas estaba del otro lado, así que me acerqué para tocar el edredón y jugar con él como siempre. Sin embargo, en vez de sentir su hocico sobre la tela y sus patitas abrazando el edredón, lo que vi hace que se me ponga la carne de gallina aún hoy. A través de la tela, unos ojos, rojos y espectrales, me miraban fijamente. (“Ojos rojos”, de Daniela Barrantes)
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La gatita no se dio por vencida: jugándose la vida, se sentó justo entre las piernas de un joven que había permanecido inmóvil todo el tiempo que ella imploró a las demás personas ayuda y, con energía, suplicó:
—¡Ayúdeme, por favor! (“Alguien cuidará de mí”, de Juan Carlos Saravia)
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―Mirá, un gato. Gatito, en estos apartamentos no permiten mascotas. ¿De dónde te escapaste? ¿Querés algo de comer? Voy a ver qué tengo para vos.
Siento que me habla con cierta condescendencia. ¡De seguro ha vivido con perros! Se le nota en la manera de expresarse hacia mí.
―¡Eh! ¡Gatito, no podés pasar! ¡Gatito, vení! Yo te doy comidita pero necesito que salgás… Diay, está bien, pasá, descarado. (“Cómo entrenar a tu mascota”, de Yeraldín Acosta).
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